Si la
primera frase me atrapa es casi seguro que lo hará el resto del libro. Las primeras frases son motivo de colección, basta decir, por
ejemplo, que la famosa revista American Book Review publicó una lista
de las 100 mejores primeras frases de novelas. Todos los que escribimos
tenemos comienzos preferidos, el mío hasta ahora es el de la novela Zapatos italianos Henning Mankell: “Siempre
me siento más solo cuando hace frío”. El
comienzo de El olvido que seremos integra
mi lista desde que lo leí por primera vez. Después Abad Faciolince se ocupa de contarnos
quiénes son esas personas:
“En la casa vivían diez mujeres, un niño y
un señor”, así empieza este libro extraordinario del escritor y periodista
Héctor Abad Faciolince, nacido en 1958 Colombia, que recibió el premio Casa de América Latina de Portugal como
mejor obra latinoamericana.
En la casa vivían diez mujeres, un niño y un
señor. Las mujeres eran Tata, que había sido la niñera de mi abuela, tenía casi
cien años, y estaba medio sorda y medio ciega; dos muchachas del servicio —Emma
y Teresa—; mis cinco hermanas —Maryluz, Clara, Eva, Marta, Sol—; mi mamá y una
monja. El niño, yo, amaba al señor, su padre, sobre todas las cosas. Lo amaba
más que a Dios.
En la parte titulada “Un niño de la mano de
su padre” se recorre la relación del autor con su padre durante la infancia y
lo hace desde su mirada de niño. La ternura y la intensidad de los sentimientos
entre ambos y los hechos que los manifiestan están bellamente descritos con el
lenguaje que se usaba en la familia. Sin duda una relación bastante poco común.
Todo lo demás y los demás (con unas pocas excepciones) quedan en un segundo
plano, son solo parte del escenario de una historia que tiene dos protagonistas:
el autor y su padre. En ese sentido, es un libro autobiográfico y biográfico en
tanto que contar la propia historia está puesta al servicio de reconstruir la
vida de Héctor Abad Gómez, un médico idealista, romántico, que cultivaba
rosales y trabajaba por la defensa de los derechos humanos, asesinado en el año
1987 por un grupo paramilitar.
Mientras leía, la musicalidad de El olvido que seremos me despertaba las
mismas emociones que escuchar una ópera trágica italiana y al terminar pensé
que esa música era el resultado toda la poesía que el padre le recitó al autor a
lo largo de su vida. No es casual que Héctor Abad Faciolince también sea escritor
de poemas.
Para contarnos su historia el autor utiliza
técnicas narrativas y, en ese sentido, podría considerarse una novela. Si bien
comienza con los recuerdos más tempranos del autor no sigue exactamente un
orden cronológico. Acerca del estilo del libro dice Vargas Llosa: “nunca se excede
en la efusión del sentimiento, precisa, clara, inteligente, culta, que manipula
con destreza sin fallas el ánimo del lector, ocultándole ciertos datos,
distrayéndolo, a fin de excitar su curiosidad y expectativa”. Está dividido en
14 partes tituladas con capítulos numerados, en un total de 42.
Fue escrita a 20 años de ocurrido el asesinato
del padre, luego de intentar diversas maneras de narrar esta historia, incluso
a través de personajes de ficción. ¿Cómo escribir la historia de un hombre
bueno, se preguntaba el autor, cuando lo que despierta interés en los lectores
es la de los malvados? Abad Faciolince siente la obligación de escribir la
historia de ese hombre bueno entregado a causas nobles, sobre todo, cuando la
historia de su padre cae en el olvido y en Colombia arrollan las autobiografías
y biografías de asesinos. Decide hacerlo de la manera más simple siguiendo el
ejemplo de la escritora italiana Natalia Ginzburg en su libro Léxico familiar.
En lo personal, si quiero saber de historia
de algún tiempo y lugar, prefiero conocerla mediante la subjetividad del
testimonio en primera persona que desde la arrogada objetividad de un
historiador, con alguna excepción como es la del argentino Félix Luna. Solo a
través de una víctima protagonista podemos aproximarnos a la dimensión de la
tragedia de Colombia, en este caso entre los años 60 y fines de los 80. El
horror, el alcance del magnicidio da escalofríos y lleva a preguntarse cómo es
posible que una sociedad pueda naturalizarlo. Se calcula que desde 1960 hasta
el presente han muerto más de 200.000 civiles y se han exiliado más de dos
millones de personas.
A propósito de exilio, el propio autor debe
irse del país porque su vida corre peligro y llega a Madrid en la Navidad del
87. Lo espera Alberto Aguirre, uno de
los dos amigos de su padre que sobreviven a la matanza de esos años y a quienes
está dedicado este libro. Las páginas que dedica a hablar sobre cómo vive Aguirre
el exilio son inolvidables. Las narra en tipo presente como veremos en los
fragmentos que he seleccionado más abajo. Esta técnica de utilizar el presente
histórico obliga al lector a ser testigo directo del hecho narrado es aplicada
con maestría. La utiliza a lo largo de todo el libro incluso cuando reconstruye
los últimos momentos de su padre.
Aquí
la del exilio de Alberto Aguirre:
Camina por las calles
y habla solo. Habla y habla como hablan los locos, y mira a las muchachas con
ojos ardientes, pues no tiene mujer y se consuela viendo, no atraviesa las
calles por la esquina jamás sino a mitad de la cuadra. (…) «Esto se llama pasar
a la torera», me explica el loco, y es verdad, lo veo con mis propios ojos, que
torea sin capote los carros y los buses rojos de la Gran Vía (…) Así muchas
veces, me cuenta, hasta que el loco decide que en adelante, con los camareros,
hablará solamente en inglés. Detestan su acento sudaca, sus palabras sudacas,
su imprecisión sudaca, sus zapatos sudacas y, sobre todo, su evidente pobreza
sudaca. «Waiter, please, a coffee, an american coffee, if you don’t mind». Así le va mejor, lo
consideran un turista excéntrico.
No siempre parece un
loco; cuando va recién bañado y se ha peinado hacia atrás la larga cabellera,
lo confunden con el poeta Rafael Alberti (…) A veces, por la calle, llora. O no
llora, simplemente piensa en algún detalle del país lejano y los ojos se le
ponen rojos de visiones remotas, las conjuntivas se excitan de no ver, y hay
agua que chorrea por sus mejillas, pero no llora, digamos que llueve sobre su
cara y él deja que la lluvia lo moje, como si tal cosa. Y como salen lágrimas
saladas de sus ojos, así mismo salen palabras dulces de sus labios. La gente
cree que habla solo, que el loco habla solo. Pero no es que hable solo, en
realidad recita, recita largas tiradas de versos que se sabe, del Tuerto
López(…) Camina por las calles de Madrid y recita. ¿Como un loco? No, como un exiliado.
El autor crece en una familia
contradictoria. Una madre huérfana y pobre, criada por un arzobispo
conservador, católica practicante y mujer práctica que, preocupada por un
marido profesor que ganaba poco, decide organizar una empresa; un padre ateo,
sin ningún sentido práctico, liberal, que paseaba desnudo por la casa porque
los niños debían conocer cómo era el cuerpo humano.
La influencia de la iglesia católica más
retrógrada en la sociedad colombiana es impactante y asusta, considerando que
el autor es solo un poco más joven que yo, no dejo de agradecer la suerte de no
haber vivido algo similar en la Argentina. Entre los muchos religiosos
mencionados en el libro, entre ellos varios familiares del autor, aparece el
arzobispo Adolfo López Trujillo que se niega a autorizar una misa para la
familia del hombre asesinado. El autor evita decir exactamente lo que piensa de
él por pedido del editor para evitar un posible juicio. Cabe mencionar que el libro
fue publicado a fines de 2006, cuando este personaje estaba vivo y era, además,
presidente en Roma del Consejo Pontificio para la Familia. Hoy está muerto y es
uno de los protagonistas principales de Sodoma
de Frederic Martel, publicado en
2019 que recorre la vida de los hombres más perversos del Vaticano.
La última parte se titula “El olvido” que
refiere al intento desesperado que hacemos para sobrevivir a esa involuntaria
acción. Al escribir, en cierta manera, se escribe contra la muerte como acto
que busca preservar la memoria. También alude al título del libro que es el
nombre de una poesía que el autor adjudica a Jorge Luis Borges. La relación de
esa poesía con la muerte de Héctor Abad Gómez es tan extraordinaria, y literaria,
que no parece real. Y de hecho, cuando
salió el libro hubo quien lo puso en duda y eso generó en el autor una búsqueda
por varios países que plasmó en relato incluido en un libro posterior que llamó
Traiciones de la memoria.
Héctor Abad Gómez fue asesinado a pocas
cuadras de su oficina y de la de su mujer y casi toda su familia puede llegar
rápidamente al lugar donde yace el cuerpo tapado por una sábana. Ha recibido 6
disparos (hay fotos en la web, que como dijo Roland Barthes “constatan lo que
ha sido”). La madre le sacó el anillo de bodas y Héctor hijo le retiró del
bolsillo dos papeles: uno contiene lista de las personas que días antes los
paramilitares habían amenazado de muerte, el otro, escrita con la letra del
muerto era la transcripción de un poema, que el autor creyó que se llamaba Epitafio, firmado con las iniciales JLB.
Ese poema llevó al autor a pensar que su
padre estaba preparado para la muerte y que, de alguna manera, al exponerse
como lo hacía, buscaba una muerte que tuviera algún sentido estético. Tal vez,
solo tal vez, la vida de este hombre bueno se había quebrado años atrás con la
muerte de su hija Marta, que es la niña con el violín que lleva la cubierta del
libro.
Las víctimas siempre tienen mucha memoria. Así
entre el deseo de olvidar la tragedia sufrida, acallar los gritos, los llantos,
la sangre derramada en la calle, además de la culpa por no haber hecho algo
para preservar la vida de su padre, surgió este libro como venganza y una única
forma de justicia posible.
Dice Héctor Abad Faciolince: “De mi papá aprendí
algo que los asesinos no saben hacer: poner en palabras la verdad para que esta
dure más que sus mentiras”.